La prensa nacional ha circunscrito el contenido de la Homilía de nuestro Cardenal al tema específico de la píldora del día después y si con ello continuaba la polémica entre el Gobierno y la Iglesia; si bien se hace referencia a dicha situación, pero en otra perspectiva, las palabras del Cardenal fueron más allá de ello y por eso queremos compartirlas con Uds., para que se formen su propia opinión:
Homilía Te Deum 2006
Catedral Metropolitana de Santiago
Dt 4, 1-2, 6-8
Mt 22, 34-40
Ha amanecido el día de la Patria. Hemos escuchado nuestra Canción Nacional. Sus versos nos dan alas para recorrer la hermosa geografía de Chile, y recordar a nuestros héroes. Los símbolos nos evocan nuestro origen como nación soberana, un 18 de septiembre del año 1810. Celebramos este nuevo aniversario y agradecemos nuestra historia en el solar que Pedro de Valdivia eligió para emplazar la Casa de Dios que sería testigo de tantas bendiciones, de nobles proyectos y propósitos, y del aliento y las promesas del Señor. Nos hemos reunido para alabar a nuestro Dios.
A Él le damos gracias por la dedicación noble de gobernantes, parlamentarios, jueces y dirigentes sociales, y por el esfuerzo mancomunado de millones de chilenos naturales de estas tierras o venidos de España y de tantas otras latitudes. A lo largo de los 196 años de nuestra vida republicana hemos querido contribuir, cada uno con lo suyo, para hacer del espacio geográfico y espiritual de nuestra tierra, ese hogar de confianzas y ese taller común de esfuerzos, sueños y realidades que llamamos patria.
No faltan razones para elevar a Dios nuestra oración agradecida por hechos ocurridos en el último año. El Papa Benedicto XVI dio cumplimiento a un anhelo muy querido: la canonización de San Alberto Hurtado, a quien el Presidente de la República reconociera como ‘Padre de la Patria’ del siglo veinte. En una ejemplar jornada electoral, Chile eligió a sus autoridades. Desde todos los ámbitos hemos felicitado a quien recibió el encargo de conducir los destinos de la Nación como su primera Presidenta. Muy pronto ella optó por incluir, en diversas materias, a los más distintos sectores de la sociedad para recibir su consejo y para motivar sus aportaciones. Así se centró nuestro interés en varios temas que tienen gran importancia para las familias de menores recursos, con las cuales Chile sigue en deuda, como la extensión de los beneficios del Plan AUGE, la previsión social, el sistema de subcontratación y otros. Tuvimos la satisfacción de conocer iniciativas para estrechar lazos de fraternidad e integración con naciones hermanas. Es igualmente destacable como muchos empresarios se ocupan de valorar adecuadamente lo mejor que tienen: la dignidad y la formación de sus trabajadores y sus familias y, enfrentando sacrificios y dificultades, buscan soluciones para ofrecer nuevos puestos de trabajo.
El clamor de los estudiantes logró que el tema de la enseñanza de calidad pasara a constituirse en la gran prioridad de nuestra agenda nacional. Este bien público, “debe ser valorado y cuidado por todos los ciudadanos”, ya sea que se trate de meritorias obras del Estado o de valiosas iniciativas particulares, porque “de la calidad de la educación depende la calidad de vida, la superación de la pobreza, el nivel cultural y la nobleza de las relaciones humanas de un pueblo” (Declaración del Comité Permanente del Episcopado, Educación, Familia y Pluralismo, 1).
Otra razón para agradecer es el precio del cobre y las importantes reservas que se han acumulado gracias a la actividad minera. Este gran don se ha constituido en un desafío impostergable para los economistas. En efecto - sin desconocer que el uso irresponsable de estas reservas puede traer daños al país – es urgente maximizar la inversión social, en planes de corto y largo alcance, que vendrán en beneficio final de aquéllos que no pueden esperar, ya que necesitan disfrutar de los frutos de “un esfuerzo tenaz, duradero y compartido por la promoción de la justicia social” (S.S. Benedicto XVI, 22.05.06).
En medio de cambios culturales
Sin embargo, hay que confesarlo con sinceridad, son muchos los chilenos que a la hora de agradecer, pensando no sólo en el presente sino además en el futuro del país y del mundo, se sienten desconcertados. Constatan que es difícil discernir, cuando nuestra vida transcurre en medio de grandes cambios.
Entre otras muchas mutaciones en todo el mundo, los progresos en la investigación del microcosmos han planteado interrogantes a la ciencia y a la conciencia ética. La globalización de la economía, su crecimiento y la explosión del consumo coexisten con inhumanas pobrezas y por un angustioso desempleo, que van acompañadas de delincuencia y creciente inseguridad. El gigantesco desarrollo de las ciudades y de las industrias ocurre, dañando a la naturaleza.
Y en el campo de las ideas se diversifican y contraponen las reflexiones sobre la relación que debe existir entre la libertad, la educación y el ordenamiento jurídico; sobre el libre mercado y la indispensable preocupación por los marginados; sobre la necesaria disciplina personal y social, y la ausencia de reglas universalmente aceptadas para la convivencia, por citar sólo algunos campos cuestionados. Es más, se discute acerca de la naturaleza del amor, del matrimonio y la familia, pilares de toda sociedad, y acerca de la función del Estado en estos ámbitos vitales.
Implican un formidable desafío
Esta situación implica un formidable desafío. Justamente al prepararnos a la celebración del bicentenario de nuestra Patria debemos hacer un discernimiento profundo de cuanto surge y de cuanto se marchita, de cuanto es signo de salud o de enfermedad, de lo que se quiere alterar o defender, de cuanto se propone y es flor de un día, y de lo que echa raíces y se fortalece. Hay que hacerlo desde nuestro valioso patrimonio cultural, con la madurez de quienes saben lo que buscan y quieren. Hay que hacer este discernimiento con personalidad, en diálogo con quienes intentan globalizar sus proyectos y cosmovisiones, pero sin permitir que nos colonicen ni avasallen, y con la dignidad y la gratitud propias de un pueblo que tiene conciencia de los dones recibidos de Dios.
En esta celebración, que es ante todo una Acción de Gracias, no quisiera referirme a los debates más recientes en el ámbito de valores esenciales, que requieren un replanteamiento que conjugue adecuadamente la justicia, el amor y la sabiduría.
Quisiera proponerles que nuestro Te Deum esté centrado en la gratitud por los grandes dones de Dios que iluminan nuestro presente y que darán aliento, vida, verdad y felicidad al futuro.
Un pueblo sabio e inteligente
Recurramos para ello al texto que escuchamos en la primera lectura. En tiempos antiguos el pueblo de Israel recibió un extraordinario patrimonio espiritual. Moisés tenía plena conciencia de la dignidad de su pueblo: de la alianza que había sellado el Señor con ellos y de los valores que lo distinguían entre todos los pueblos de la región.
Lo emocionaba pensar que ninguna otra nación tenía a su Dios tan cerca cuando lo invocaba. Por eso, exhorta al pueblo a escuchar los mandatos y decretos del Señor, sin añadir ni suprimir nada. Les pide que los pongan por obra, porque ellos son su sabiduría y su inteligencia a los ojos de los pueblos, que dirán de ellos: “Esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente”, como ningún otro, ya que no hay mandatos y decretos tan justos como los mandamientos que les dio el Señor.
En efecto, no hay un patrimonio espiritual más grande y vivificante, que la revelación viva que un pueblo puede recibir acerca del mismo Dios, y de las relaciones entre sus ciudadanos, que se basan en Él. Es la razón primera de nuestra oración agradecida.
El primer mandamiento
Entre esos mandatos y decretos, el más importante y el que da consistencia a todos los demás, es el amor a Dios. Fue el primer tema del diálogo que escuchamos entre Jesucristo y el experto en las Escrituras. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” Es el mandamiento que llegó como Buena Noticia a nuestras tierras y que da sentido a la cultura de la inmensa mayoría de los chilenos.
Moisés pudo proponérselo a los israelitas, porque todos ellos habían experimentado el amor y la predilección de Dios, cuando los sacó de la esclavitud de Egipto; los guió como un Pastor por el desierto, los proveyó de agua y de alimento durante la larga travesía, y puso en su campamento la tienda de la reunión para peregrinar con ellos. Así comprendieron la acción legisladora de Dios, que les entregó sus mandamientos en el Sinaí para que vivieran y fueran felices; como también la acción reconciliadora de Dios, que fue a la vez perdón y cercanía paterna.
Les era fácil creer en Él, porque habían escuchado su palabra, habían sido testigos de su intervención a favor de ellos, y habían palpado su gran amor. Es cierto, sin embargo, que no todos han tenido esa asombrosa experiencia. En el mundo entero, también entre nosotros, hay hermanas y hermanos muy valiosos que no tienen esa fe, que dudan o no creen en la existencia de Dios. Muchos de ellos, porque nacieron o crecieron en un ambiente en que no era palpable la palabra y la presencia del Señor, otros porque no encontraron respuesta a sus dudas, sobre todo ante la presencia del mal en el mundo, y otros por no encontrar un testimonio convincente entre quienes creemos en Él. A todos les guardamos un profundo respeto; también por su generosidad al servicio de los demás. De ellos esperamos el mismo respeto y aprecio hacia quienes hemos hecho de la fe la atmósfera de nuestro corazón y la inspiración de nuestra vida pública y privada.
Suscita nuestra gratitud
En esta mañana queremos agradecer profundamente esa experiencia del amor de Dios y esa adhesión a Jesucristo como discípulos suyos, que crece y se expresa de mil maneras en nuestra convivencia. Baste pensar en la sed de nuestro pueblo por conocer la Biblia, en las multitudinarias peregrinaciones a los santuarios de nuestra Patria, en la celebración de las grandes fiestas y en las admirables asociaciones de bailes religiosos, en la alegría y la imitación que despiertan el amor a Dios y a los necesitados de Santa Teresa de Jesús de los Andes y de San Alberto Hurtado, en innumerables acciones solidarias y en la oración espontánea que brota del creyente en los tiempos de contento e igualmente en la aflicción.
De hecho, no vivimos simplemente inmersos en el hoy, rodeados de seres que llegan, saludan y desaparecen. La fe es el puente cotidiano que nos conduce al encuentro trascendente a la vez que cercano con el Padre de los cielos, disipando dudas y temores. Vivimos confiando en Aquel que es misericordioso, y “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45); nos movemos muy cerca del Buen Pastor, que nos llama por nuestro nombre y nos conduce a los mejores pastos, preocupándose siempre de la oveja herida, débil y extraviada. Es Él quien quiere que todos tengamos vida, y la tengamos en abundancia.
Con ese encargo envió a Jesucristo, no para condenarnos sino para perdonarnos, no para ser servido sino para servir (ver Mc 10, 45), liberándonos de aquello que nos esclaviza y nos impide ser libres. San Pablo proclamó con fuerza su propia experiencia: “para ser libres nos ha liberado Cristo” (Gal 5,1). Sabiendo que tenemos vocación de cielo, nos ha enseñado los caminos que conducen a la vida y a la felicidad! (ver Dt 30, 15ss; Mt 5, 1-12). De hecho nos ha creado para que un día gocemos plenamente de la suya, dándonos ya en la tierra el gozo de colaborar con Él en la construcción de un sociedad justa y fraterna, y de formar familias que sean santuarios de la vida, la confianza y la paz.
En tiempos difíciles por múltiples desarraigos, necesitamos más que nunca la confianza en Él, para vivir con audacia y con espíritu filial, conscientes de los dones que recibimos de su bondad, y superando las inseguridades y los sufrimientos, las tristezas y las enemistades, los remordimientos y los agobios. Todos nosotros, también los que están lejos de la fe, no vivimos en un país de soledades y angustias, de agobiantes responsabilidades y de indiferencias. Vivimos en un país llamado a la unidad y a la confianza, al amor, al canto y a la esperanza; en un país cuya alma está iluminada por el sol de la bondad de Dios. Se lo agradecemos de corazón.
Esa experiencia profunda de Dios, “misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6), hace del amor a Dios y al prójimo, a pesar de todas nuestras inconsecuencias, el sello más hondo a la vez que espiritual de nuestra cultura. Quienes conocen al Señor, quieren amarlo. Y quienes no lo conocen, se acercan a Él al menos cada vez que se encuentran con alguien que vive de manera asombrosa y plena su amor a Dios y a los hermanos.
El segundo es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’(Lev 19,18)
Volvamos al texto del Evangelio proclamado. Grande habrá sido la sorpresa del experto en las Escrituras cuando Cristo le manifestó que el segundo mandamiento era semejante al primero, si bien aquel se refiere a las relaciones con nuestros semejantes, mientras que el primero a nuestro vínculo con Dios. En esta mañana alabamos a Dios precisamente porque su amor tiene esta profunda dimensión social.
No podría ser de otra manera, porque el corazón de Dios, por así decirlo, está volcado hacia nosotros. Con todo su ser quiere nuestro bien, y suscita iniciativas entre todos nosotros que persiguen el bien de la sociedad y de cada uno de sus hijos. Pensemos en esos innumerables voluntarios, sobre todo liderados por jóvenes, que recorren nuestro territorio en la Misión País, o levantando techos para Chile, o en otros trabajos solidarios, y exportan estos productos no tradicionales a países hermanos. Pensemos en esa parte importante y vigorosa de nuestra población, más de 300.000 mil chilenos y chilenas, que trabajan en organizaciones sin fines de lucro; y recordemos Fundaciones como el Hogar de Cristo y la Fundación Las Rosas, como la Fundación Fasic, la obra Coaniquem y la gran Teleton, como María Ayuda y como las grandes obras de voluntarias y voluntarios de la catequesis y de la salud.
Ellas son el eco a una verdad fundamental que bulle en nuestro interior, aun cuando no sabemos formularla. Si Dios nos creó, lo hizo para que fuéramos felices y para que nos ayudemos mutuamente a encontrar, no sin sacrificio, el camino de la felicidad. Jesús como Buen Pastor, nos da ejemplo de servicio, hasta el punto de entregar su vida por todos nosotros, y vela por un trato justo, cordial y generoso entre los suyos, lejos de toda opresión (ver Is 1,17).
Su compromiso con la humanidad ilumina nuestras relaciones sociales, y compromete profundamente a quienes creen en Él. Esa luz y ese empeño pertenecen a nuestro patrimonio cultural. Baste pensar en la preocupación por los ancianos, por los que sufren condenas y al salir quieren insertarse en la sociedad, y por quienes no tienen donde dormir, pero reciben café y algo de comer de jóvenes católicos y evangélicos.
San Juan, el apóstol que se caracterizaba por la profundidad y la fuerza de su amor, relacionaba ambos amores con estas palabras: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. (…) Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. De Él hemos recibido este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,11-21).
Un compromiso con los proyectos de Dios
El efecto benéfico de la palabra de Dios, nos ayuda a reconocer la gran dignidad del ser humano y nos invita a comprometernos con él. La fe que anima a toda la tradición judeo-cristiana define la dignidad de cada ser humano por un dato que nos entrega el libro del Génesis: “Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó” (Gn 1,27).
A ellos les confió los bienes de la tierra, no para que los destruyeran sino para que los administraran en su nombre, sabiendo que cada ser humano, tiene un derecho inalienable a poseer y hacer uso de los bienes que precisa para vivir conforme a su dignidad. Nadie tiene el derecho a vivir en sobreabundancia, cuando su hermano padece necesidad. Y los talentos que recibimos, no nos fueron dados simplemente para disfrutar de ellos.
Nos son útiles para tener la alegría de emplearlos en beneficio de los demás, sobre todo de los más afligidos y marginados. Esta mañana, en nuestro Te Deum, le agradecemos a Dios las iniciativas que han cristalizado en la creación de numerosos centros de estudios, en los cuales hombres y mujeres con gran capacidad intelectual, por su compromiso con Chile, piensan las mejores políticas públicas para el país.
Agradecemos todos los ejemplos sobresalientes de este compromiso social que Dios ha suscitado en nuestras Fuerzas Armadas y de Orden y en nuestra sociedad civil y le pedimos que nos de a todos la fortaleza y la justicia que necesitamos, para que nadie viva en la miseria o de manera indigna. Queremos ser una sociedad fraterna.
Esta visión de la dignidad humana a semejanza de la dignidad de Dios nos permite intuir la calidad de los talentos de cada mujer y de cada varón, su apertura a todo lo que es verdadero, hermoso y bueno y su capacidad de multiplicar la descendencia. Es tanta la riqueza del Creador, que nosotros, sus imágenes, acogemos mucho de su perfección, si bien de manera limitada. Respetar la vida de cada existencia humana desde su misma concepción, es un acto de fe en Dios y de fe en el hombre, de amor a Dios y de amor a sus hijos, es el norte del amor y del apoyo familiar y de toda verdadera educación. Es la meta del trabajo de las juntas de vecinos, de los proyectos comunales y de toda comunidad laboral; y debiera ser la meta, lo antes posible, también de todo sistema penitenciario. La fe en Dios como origen del bien y de toda acción soberana, exige potenciar la calidad de la educación, como también una gran preocupación por quienes viven al margen de la sociedad.
Acercarnos a esta dimensión misteriosa de la vida humana acrecienta el respeto a ella. Dotada de tanta riqueza y acompañada con tanto amor de Dios, al cual se agrega la ternura de nuestro propio amor, ¿cómo no respetarla desde el primer instante de su concepción en el seno materno, hasta el último instante de su vida en este mundo, a punto de partir a la Casa del Padre? ¿Cómo no querer a seres tan queridos por Dios?
Me atrevo a pedir esta mañana, precisamente por el bien de Chile, que reflexionemos en este contexto sobre una manera de expresar las cosas, y a veces de sentirlas, que no refleje adecuadamente nuestras convicciones. Poco a poco se habla de los “hijos deseados” y de los hijos “no deseados”, y no de los hijos que recibimos y acogemos con todo nuestro cariño. La terminología nace en el ámbito de la planificación familiar.
Encierra una determinada verdad, pero no puede primar como la categoría dominante en nuestras relaciones humanas. Estemos vigilantes. Al menos desde el punto de vista del cristianismo, no distinguimos entre las personas deseadas y las no deseadas, ni siquiera entre las personas amigas y las enemigas. Para nosotros, cada ser humano es un don y un hijo de Dios, y nuestra vocación no nos lleva al rechazo de los demás, sino a amarlos como Cristo nos amó, sin hacer acepción de personas. Debemos estar atentos, porque ésa es la misma terminología que en otros países, gracias a Dios no en el nuestro, se utiliza para justificar el aborto. Si la criatura que viene en camino no fue deseada -piensan ellos- no debiera existir. Si no fue “deseada” por sus padres, y a veces por el Estado. Esta lógica nos recuerda, temblando, la justificación de estremecedores exterminios. ¡Con cuánta razón nos oponemos en Chile a esta manera cruel y violenta de razonar! Si viene en camino una nueva criatura, la más débil de todas, está por llegar una criatura admirable que necesita ser acogida, aunque no hubiera sido “deseada”. No por eso ha dejado de ser respetable y querible. Quien viene en camino está llamada a nacer y a desplegarse como imagen y semejanza del mismo Dios. Por lo demás, ¡cuántas veces el hijo “no deseado”, pero acogido y querido, llegó a ser la alegría del hogar!
No son tantas las parejas que contraen matrimonio en nuestra Patria para acoger, amar y educar a las hijas y los hijos de su amor. Conforme a nuestra herencia cristiana y a otras vertientes culturales, los chilenos consideran, sin embargo, que el valor más importante para ellos es la familia. Junto con agradecerle a Dios el modelo de familia que nos confió, queremos seguir formando personalidades, esposas y esposos que hagan suyo el mandamiento nuevo, es decir, que pongan todo su esfuerzo y su alegría en amarse como Cristo nos amó. En esos hogares no crece el maltrato familiar ni la violencia en la calle y en la escuela, tan frecuente en muchos países. Cuanto haga el Supremo Gobierno y las autoridades comunales, cuanto hagan los parlamentarios y las empresas, los expertos en mediación familiar, los educadores y los comunicadores por apoyar a la familia, a quienes quieren formar una familia, por fortalecer el diálogo intrafamiliar, la fidelidad y las relaciones de confianza que deben distinguirla, por apoyarla en la adquisición de una vivienda digna, y por ofrecerle trabajo y una remuneración acorde al empeño desarrollado, por darles oportunidades a los hijos, contará con la gratitud de nuestro pueblo y con la abundante bendición de Dios.
Concluyo esta reflexión, deseando a Vuestra Excelencia, como Presidenta de la República y a todo Chile -a nombre de los Obispos, pastores y ministros que se unen a esta oración en este Templo y en todo el territorio nacional- que sus nobles deseos de servir al país conforme a la Constitución, cuenten con toda la colaboración de quienes la secundan, como también, conforme a la función que le es propia, con la colaboración de los partidos y las personas de oposición. También le deseamos que tenga la satisfacción de saber que en este país son millones los chilenos que se acercan a dialogar con su Dios, para aprender de Jesucristo esta manera de construir con confianza y abnegación nuestra convivencia: en los hogares, en los centros de estudio, en los barrios, las poblaciones y los campamentos, en las juntas de vecinos y en los centros de madres, en los sindicatos y en las organizaciones empresariales.
Que Dios reciba en esta mañana nuestra honda gratitud por sus admirables dones, y que Él nos bendiga, dando sabiduría y generosidad a todos los chilenos que se consagran al servicio público. Que Él nos inspire para darles a las mujeres de nuestra patria el reconocimiento y el lugar que se merecen, que nos de el vigor y la solidaridad necesarias para colaborar con los pobres en su promoción humana, social y religiosa, que nos ayude a promover realmente a la familia, y a consolidar una educación de calidad para sus hijos.
Es lo que le deseamos de corazón a Chile y a nuestras autoridades en estas fiestas patrias.
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Santiago, 18 Septiembre 2006
Homilía Te Deum 2006
Catedral Metropolitana de Santiago
Dt 4, 1-2, 6-8
Mt 22, 34-40
Ha amanecido el día de la Patria. Hemos escuchado nuestra Canción Nacional. Sus versos nos dan alas para recorrer la hermosa geografía de Chile, y recordar a nuestros héroes. Los símbolos nos evocan nuestro origen como nación soberana, un 18 de septiembre del año 1810. Celebramos este nuevo aniversario y agradecemos nuestra historia en el solar que Pedro de Valdivia eligió para emplazar la Casa de Dios que sería testigo de tantas bendiciones, de nobles proyectos y propósitos, y del aliento y las promesas del Señor. Nos hemos reunido para alabar a nuestro Dios.
A Él le damos gracias por la dedicación noble de gobernantes, parlamentarios, jueces y dirigentes sociales, y por el esfuerzo mancomunado de millones de chilenos naturales de estas tierras o venidos de España y de tantas otras latitudes. A lo largo de los 196 años de nuestra vida republicana hemos querido contribuir, cada uno con lo suyo, para hacer del espacio geográfico y espiritual de nuestra tierra, ese hogar de confianzas y ese taller común de esfuerzos, sueños y realidades que llamamos patria.
No faltan razones para elevar a Dios nuestra oración agradecida por hechos ocurridos en el último año. El Papa Benedicto XVI dio cumplimiento a un anhelo muy querido: la canonización de San Alberto Hurtado, a quien el Presidente de la República reconociera como ‘Padre de la Patria’ del siglo veinte. En una ejemplar jornada electoral, Chile eligió a sus autoridades. Desde todos los ámbitos hemos felicitado a quien recibió el encargo de conducir los destinos de la Nación como su primera Presidenta. Muy pronto ella optó por incluir, en diversas materias, a los más distintos sectores de la sociedad para recibir su consejo y para motivar sus aportaciones. Así se centró nuestro interés en varios temas que tienen gran importancia para las familias de menores recursos, con las cuales Chile sigue en deuda, como la extensión de los beneficios del Plan AUGE, la previsión social, el sistema de subcontratación y otros. Tuvimos la satisfacción de conocer iniciativas para estrechar lazos de fraternidad e integración con naciones hermanas. Es igualmente destacable como muchos empresarios se ocupan de valorar adecuadamente lo mejor que tienen: la dignidad y la formación de sus trabajadores y sus familias y, enfrentando sacrificios y dificultades, buscan soluciones para ofrecer nuevos puestos de trabajo.
El clamor de los estudiantes logró que el tema de la enseñanza de calidad pasara a constituirse en la gran prioridad de nuestra agenda nacional. Este bien público, “debe ser valorado y cuidado por todos los ciudadanos”, ya sea que se trate de meritorias obras del Estado o de valiosas iniciativas particulares, porque “de la calidad de la educación depende la calidad de vida, la superación de la pobreza, el nivel cultural y la nobleza de las relaciones humanas de un pueblo” (Declaración del Comité Permanente del Episcopado, Educación, Familia y Pluralismo, 1).
Otra razón para agradecer es el precio del cobre y las importantes reservas que se han acumulado gracias a la actividad minera. Este gran don se ha constituido en un desafío impostergable para los economistas. En efecto - sin desconocer que el uso irresponsable de estas reservas puede traer daños al país – es urgente maximizar la inversión social, en planes de corto y largo alcance, que vendrán en beneficio final de aquéllos que no pueden esperar, ya que necesitan disfrutar de los frutos de “un esfuerzo tenaz, duradero y compartido por la promoción de la justicia social” (S.S. Benedicto XVI, 22.05.06).
En medio de cambios culturales
Sin embargo, hay que confesarlo con sinceridad, son muchos los chilenos que a la hora de agradecer, pensando no sólo en el presente sino además en el futuro del país y del mundo, se sienten desconcertados. Constatan que es difícil discernir, cuando nuestra vida transcurre en medio de grandes cambios.
Entre otras muchas mutaciones en todo el mundo, los progresos en la investigación del microcosmos han planteado interrogantes a la ciencia y a la conciencia ética. La globalización de la economía, su crecimiento y la explosión del consumo coexisten con inhumanas pobrezas y por un angustioso desempleo, que van acompañadas de delincuencia y creciente inseguridad. El gigantesco desarrollo de las ciudades y de las industrias ocurre, dañando a la naturaleza.
Y en el campo de las ideas se diversifican y contraponen las reflexiones sobre la relación que debe existir entre la libertad, la educación y el ordenamiento jurídico; sobre el libre mercado y la indispensable preocupación por los marginados; sobre la necesaria disciplina personal y social, y la ausencia de reglas universalmente aceptadas para la convivencia, por citar sólo algunos campos cuestionados. Es más, se discute acerca de la naturaleza del amor, del matrimonio y la familia, pilares de toda sociedad, y acerca de la función del Estado en estos ámbitos vitales.
Implican un formidable desafío
Esta situación implica un formidable desafío. Justamente al prepararnos a la celebración del bicentenario de nuestra Patria debemos hacer un discernimiento profundo de cuanto surge y de cuanto se marchita, de cuanto es signo de salud o de enfermedad, de lo que se quiere alterar o defender, de cuanto se propone y es flor de un día, y de lo que echa raíces y se fortalece. Hay que hacerlo desde nuestro valioso patrimonio cultural, con la madurez de quienes saben lo que buscan y quieren. Hay que hacer este discernimiento con personalidad, en diálogo con quienes intentan globalizar sus proyectos y cosmovisiones, pero sin permitir que nos colonicen ni avasallen, y con la dignidad y la gratitud propias de un pueblo que tiene conciencia de los dones recibidos de Dios.
En esta celebración, que es ante todo una Acción de Gracias, no quisiera referirme a los debates más recientes en el ámbito de valores esenciales, que requieren un replanteamiento que conjugue adecuadamente la justicia, el amor y la sabiduría.
Quisiera proponerles que nuestro Te Deum esté centrado en la gratitud por los grandes dones de Dios que iluminan nuestro presente y que darán aliento, vida, verdad y felicidad al futuro.
Un pueblo sabio e inteligente
Recurramos para ello al texto que escuchamos en la primera lectura. En tiempos antiguos el pueblo de Israel recibió un extraordinario patrimonio espiritual. Moisés tenía plena conciencia de la dignidad de su pueblo: de la alianza que había sellado el Señor con ellos y de los valores que lo distinguían entre todos los pueblos de la región.
Lo emocionaba pensar que ninguna otra nación tenía a su Dios tan cerca cuando lo invocaba. Por eso, exhorta al pueblo a escuchar los mandatos y decretos del Señor, sin añadir ni suprimir nada. Les pide que los pongan por obra, porque ellos son su sabiduría y su inteligencia a los ojos de los pueblos, que dirán de ellos: “Esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente”, como ningún otro, ya que no hay mandatos y decretos tan justos como los mandamientos que les dio el Señor.
En efecto, no hay un patrimonio espiritual más grande y vivificante, que la revelación viva que un pueblo puede recibir acerca del mismo Dios, y de las relaciones entre sus ciudadanos, que se basan en Él. Es la razón primera de nuestra oración agradecida.
El primer mandamiento
Entre esos mandatos y decretos, el más importante y el que da consistencia a todos los demás, es el amor a Dios. Fue el primer tema del diálogo que escuchamos entre Jesucristo y el experto en las Escrituras. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” Es el mandamiento que llegó como Buena Noticia a nuestras tierras y que da sentido a la cultura de la inmensa mayoría de los chilenos.
Moisés pudo proponérselo a los israelitas, porque todos ellos habían experimentado el amor y la predilección de Dios, cuando los sacó de la esclavitud de Egipto; los guió como un Pastor por el desierto, los proveyó de agua y de alimento durante la larga travesía, y puso en su campamento la tienda de la reunión para peregrinar con ellos. Así comprendieron la acción legisladora de Dios, que les entregó sus mandamientos en el Sinaí para que vivieran y fueran felices; como también la acción reconciliadora de Dios, que fue a la vez perdón y cercanía paterna.
Les era fácil creer en Él, porque habían escuchado su palabra, habían sido testigos de su intervención a favor de ellos, y habían palpado su gran amor. Es cierto, sin embargo, que no todos han tenido esa asombrosa experiencia. En el mundo entero, también entre nosotros, hay hermanas y hermanos muy valiosos que no tienen esa fe, que dudan o no creen en la existencia de Dios. Muchos de ellos, porque nacieron o crecieron en un ambiente en que no era palpable la palabra y la presencia del Señor, otros porque no encontraron respuesta a sus dudas, sobre todo ante la presencia del mal en el mundo, y otros por no encontrar un testimonio convincente entre quienes creemos en Él. A todos les guardamos un profundo respeto; también por su generosidad al servicio de los demás. De ellos esperamos el mismo respeto y aprecio hacia quienes hemos hecho de la fe la atmósfera de nuestro corazón y la inspiración de nuestra vida pública y privada.
Suscita nuestra gratitud
En esta mañana queremos agradecer profundamente esa experiencia del amor de Dios y esa adhesión a Jesucristo como discípulos suyos, que crece y se expresa de mil maneras en nuestra convivencia. Baste pensar en la sed de nuestro pueblo por conocer la Biblia, en las multitudinarias peregrinaciones a los santuarios de nuestra Patria, en la celebración de las grandes fiestas y en las admirables asociaciones de bailes religiosos, en la alegría y la imitación que despiertan el amor a Dios y a los necesitados de Santa Teresa de Jesús de los Andes y de San Alberto Hurtado, en innumerables acciones solidarias y en la oración espontánea que brota del creyente en los tiempos de contento e igualmente en la aflicción.
De hecho, no vivimos simplemente inmersos en el hoy, rodeados de seres que llegan, saludan y desaparecen. La fe es el puente cotidiano que nos conduce al encuentro trascendente a la vez que cercano con el Padre de los cielos, disipando dudas y temores. Vivimos confiando en Aquel que es misericordioso, y “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45); nos movemos muy cerca del Buen Pastor, que nos llama por nuestro nombre y nos conduce a los mejores pastos, preocupándose siempre de la oveja herida, débil y extraviada. Es Él quien quiere que todos tengamos vida, y la tengamos en abundancia.
Con ese encargo envió a Jesucristo, no para condenarnos sino para perdonarnos, no para ser servido sino para servir (ver Mc 10, 45), liberándonos de aquello que nos esclaviza y nos impide ser libres. San Pablo proclamó con fuerza su propia experiencia: “para ser libres nos ha liberado Cristo” (Gal 5,1). Sabiendo que tenemos vocación de cielo, nos ha enseñado los caminos que conducen a la vida y a la felicidad! (ver Dt 30, 15ss; Mt 5, 1-12). De hecho nos ha creado para que un día gocemos plenamente de la suya, dándonos ya en la tierra el gozo de colaborar con Él en la construcción de un sociedad justa y fraterna, y de formar familias que sean santuarios de la vida, la confianza y la paz.
En tiempos difíciles por múltiples desarraigos, necesitamos más que nunca la confianza en Él, para vivir con audacia y con espíritu filial, conscientes de los dones que recibimos de su bondad, y superando las inseguridades y los sufrimientos, las tristezas y las enemistades, los remordimientos y los agobios. Todos nosotros, también los que están lejos de la fe, no vivimos en un país de soledades y angustias, de agobiantes responsabilidades y de indiferencias. Vivimos en un país llamado a la unidad y a la confianza, al amor, al canto y a la esperanza; en un país cuya alma está iluminada por el sol de la bondad de Dios. Se lo agradecemos de corazón.
Esa experiencia profunda de Dios, “misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6), hace del amor a Dios y al prójimo, a pesar de todas nuestras inconsecuencias, el sello más hondo a la vez que espiritual de nuestra cultura. Quienes conocen al Señor, quieren amarlo. Y quienes no lo conocen, se acercan a Él al menos cada vez que se encuentran con alguien que vive de manera asombrosa y plena su amor a Dios y a los hermanos.
El segundo es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’(Lev 19,18)
Volvamos al texto del Evangelio proclamado. Grande habrá sido la sorpresa del experto en las Escrituras cuando Cristo le manifestó que el segundo mandamiento era semejante al primero, si bien aquel se refiere a las relaciones con nuestros semejantes, mientras que el primero a nuestro vínculo con Dios. En esta mañana alabamos a Dios precisamente porque su amor tiene esta profunda dimensión social.
No podría ser de otra manera, porque el corazón de Dios, por así decirlo, está volcado hacia nosotros. Con todo su ser quiere nuestro bien, y suscita iniciativas entre todos nosotros que persiguen el bien de la sociedad y de cada uno de sus hijos. Pensemos en esos innumerables voluntarios, sobre todo liderados por jóvenes, que recorren nuestro territorio en la Misión País, o levantando techos para Chile, o en otros trabajos solidarios, y exportan estos productos no tradicionales a países hermanos. Pensemos en esa parte importante y vigorosa de nuestra población, más de 300.000 mil chilenos y chilenas, que trabajan en organizaciones sin fines de lucro; y recordemos Fundaciones como el Hogar de Cristo y la Fundación Las Rosas, como la Fundación Fasic, la obra Coaniquem y la gran Teleton, como María Ayuda y como las grandes obras de voluntarias y voluntarios de la catequesis y de la salud.
Ellas son el eco a una verdad fundamental que bulle en nuestro interior, aun cuando no sabemos formularla. Si Dios nos creó, lo hizo para que fuéramos felices y para que nos ayudemos mutuamente a encontrar, no sin sacrificio, el camino de la felicidad. Jesús como Buen Pastor, nos da ejemplo de servicio, hasta el punto de entregar su vida por todos nosotros, y vela por un trato justo, cordial y generoso entre los suyos, lejos de toda opresión (ver Is 1,17).
Su compromiso con la humanidad ilumina nuestras relaciones sociales, y compromete profundamente a quienes creen en Él. Esa luz y ese empeño pertenecen a nuestro patrimonio cultural. Baste pensar en la preocupación por los ancianos, por los que sufren condenas y al salir quieren insertarse en la sociedad, y por quienes no tienen donde dormir, pero reciben café y algo de comer de jóvenes católicos y evangélicos.
San Juan, el apóstol que se caracterizaba por la profundidad y la fuerza de su amor, relacionaba ambos amores con estas palabras: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. (…) Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. De Él hemos recibido este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,11-21).
Un compromiso con los proyectos de Dios
El efecto benéfico de la palabra de Dios, nos ayuda a reconocer la gran dignidad del ser humano y nos invita a comprometernos con él. La fe que anima a toda la tradición judeo-cristiana define la dignidad de cada ser humano por un dato que nos entrega el libro del Génesis: “Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó” (Gn 1,27).
A ellos les confió los bienes de la tierra, no para que los destruyeran sino para que los administraran en su nombre, sabiendo que cada ser humano, tiene un derecho inalienable a poseer y hacer uso de los bienes que precisa para vivir conforme a su dignidad. Nadie tiene el derecho a vivir en sobreabundancia, cuando su hermano padece necesidad. Y los talentos que recibimos, no nos fueron dados simplemente para disfrutar de ellos.
Nos son útiles para tener la alegría de emplearlos en beneficio de los demás, sobre todo de los más afligidos y marginados. Esta mañana, en nuestro Te Deum, le agradecemos a Dios las iniciativas que han cristalizado en la creación de numerosos centros de estudios, en los cuales hombres y mujeres con gran capacidad intelectual, por su compromiso con Chile, piensan las mejores políticas públicas para el país.
Agradecemos todos los ejemplos sobresalientes de este compromiso social que Dios ha suscitado en nuestras Fuerzas Armadas y de Orden y en nuestra sociedad civil y le pedimos que nos de a todos la fortaleza y la justicia que necesitamos, para que nadie viva en la miseria o de manera indigna. Queremos ser una sociedad fraterna.
Esta visión de la dignidad humana a semejanza de la dignidad de Dios nos permite intuir la calidad de los talentos de cada mujer y de cada varón, su apertura a todo lo que es verdadero, hermoso y bueno y su capacidad de multiplicar la descendencia. Es tanta la riqueza del Creador, que nosotros, sus imágenes, acogemos mucho de su perfección, si bien de manera limitada. Respetar la vida de cada existencia humana desde su misma concepción, es un acto de fe en Dios y de fe en el hombre, de amor a Dios y de amor a sus hijos, es el norte del amor y del apoyo familiar y de toda verdadera educación. Es la meta del trabajo de las juntas de vecinos, de los proyectos comunales y de toda comunidad laboral; y debiera ser la meta, lo antes posible, también de todo sistema penitenciario. La fe en Dios como origen del bien y de toda acción soberana, exige potenciar la calidad de la educación, como también una gran preocupación por quienes viven al margen de la sociedad.
Acercarnos a esta dimensión misteriosa de la vida humana acrecienta el respeto a ella. Dotada de tanta riqueza y acompañada con tanto amor de Dios, al cual se agrega la ternura de nuestro propio amor, ¿cómo no respetarla desde el primer instante de su concepción en el seno materno, hasta el último instante de su vida en este mundo, a punto de partir a la Casa del Padre? ¿Cómo no querer a seres tan queridos por Dios?
Me atrevo a pedir esta mañana, precisamente por el bien de Chile, que reflexionemos en este contexto sobre una manera de expresar las cosas, y a veces de sentirlas, que no refleje adecuadamente nuestras convicciones. Poco a poco se habla de los “hijos deseados” y de los hijos “no deseados”, y no de los hijos que recibimos y acogemos con todo nuestro cariño. La terminología nace en el ámbito de la planificación familiar.
Encierra una determinada verdad, pero no puede primar como la categoría dominante en nuestras relaciones humanas. Estemos vigilantes. Al menos desde el punto de vista del cristianismo, no distinguimos entre las personas deseadas y las no deseadas, ni siquiera entre las personas amigas y las enemigas. Para nosotros, cada ser humano es un don y un hijo de Dios, y nuestra vocación no nos lleva al rechazo de los demás, sino a amarlos como Cristo nos amó, sin hacer acepción de personas. Debemos estar atentos, porque ésa es la misma terminología que en otros países, gracias a Dios no en el nuestro, se utiliza para justificar el aborto. Si la criatura que viene en camino no fue deseada -piensan ellos- no debiera existir. Si no fue “deseada” por sus padres, y a veces por el Estado. Esta lógica nos recuerda, temblando, la justificación de estremecedores exterminios. ¡Con cuánta razón nos oponemos en Chile a esta manera cruel y violenta de razonar! Si viene en camino una nueva criatura, la más débil de todas, está por llegar una criatura admirable que necesita ser acogida, aunque no hubiera sido “deseada”. No por eso ha dejado de ser respetable y querible. Quien viene en camino está llamada a nacer y a desplegarse como imagen y semejanza del mismo Dios. Por lo demás, ¡cuántas veces el hijo “no deseado”, pero acogido y querido, llegó a ser la alegría del hogar!
No son tantas las parejas que contraen matrimonio en nuestra Patria para acoger, amar y educar a las hijas y los hijos de su amor. Conforme a nuestra herencia cristiana y a otras vertientes culturales, los chilenos consideran, sin embargo, que el valor más importante para ellos es la familia. Junto con agradecerle a Dios el modelo de familia que nos confió, queremos seguir formando personalidades, esposas y esposos que hagan suyo el mandamiento nuevo, es decir, que pongan todo su esfuerzo y su alegría en amarse como Cristo nos amó. En esos hogares no crece el maltrato familiar ni la violencia en la calle y en la escuela, tan frecuente en muchos países. Cuanto haga el Supremo Gobierno y las autoridades comunales, cuanto hagan los parlamentarios y las empresas, los expertos en mediación familiar, los educadores y los comunicadores por apoyar a la familia, a quienes quieren formar una familia, por fortalecer el diálogo intrafamiliar, la fidelidad y las relaciones de confianza que deben distinguirla, por apoyarla en la adquisición de una vivienda digna, y por ofrecerle trabajo y una remuneración acorde al empeño desarrollado, por darles oportunidades a los hijos, contará con la gratitud de nuestro pueblo y con la abundante bendición de Dios.
Concluyo esta reflexión, deseando a Vuestra Excelencia, como Presidenta de la República y a todo Chile -a nombre de los Obispos, pastores y ministros que se unen a esta oración en este Templo y en todo el territorio nacional- que sus nobles deseos de servir al país conforme a la Constitución, cuenten con toda la colaboración de quienes la secundan, como también, conforme a la función que le es propia, con la colaboración de los partidos y las personas de oposición. También le deseamos que tenga la satisfacción de saber que en este país son millones los chilenos que se acercan a dialogar con su Dios, para aprender de Jesucristo esta manera de construir con confianza y abnegación nuestra convivencia: en los hogares, en los centros de estudio, en los barrios, las poblaciones y los campamentos, en las juntas de vecinos y en los centros de madres, en los sindicatos y en las organizaciones empresariales.
Que Dios reciba en esta mañana nuestra honda gratitud por sus admirables dones, y que Él nos bendiga, dando sabiduría y generosidad a todos los chilenos que se consagran al servicio público. Que Él nos inspire para darles a las mujeres de nuestra patria el reconocimiento y el lugar que se merecen, que nos de el vigor y la solidaridad necesarias para colaborar con los pobres en su promoción humana, social y religiosa, que nos ayude a promover realmente a la familia, y a consolidar una educación de calidad para sus hijos.
Es lo que le deseamos de corazón a Chile y a nuestras autoridades en estas fiestas patrias.
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Santiago, 18 Septiembre 2006
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